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Ana Karenine

Moscou, que eran buenos y agradables; pensó en el baile, en Wronsky, en sus relaciones con él, en su expresión enamorada. ¿Había en esto cosa alguna de que pudiese ruborizarse? Seguramente que no, y sin embargo, en vano pugnaba por desechar un sentimiento de vergüenza al evocar este último recuerdo, pareciéndole que una voz interior le repetía refiriéndose á Wronsky: «¡Te abrasas, te quemas cada vez más!» "¿Qué significa esto? —se preguntó, agitándose en su asiento con violencia. No me será dado hacer frente á mis recuerdos? ¿Puede existir algo de común entre ese joven oficial y yo, como no sean las relaciones que se tienen con todo el mundo?» Ana sonrió con desdén, y cogió de nuevo su libro: pero decididamente no le era posible comprender lo que leía.

Con la punta del cuchillo comenzó á fretar el vidrio del coche, para pasar después la fría superficie por su mejilla abrasada, mientras se reía casi en alta voz. Entonces reconoció que sus nervios se irritaban cada vez más, que sus ojos se abrían desmesuradamente, y que sus dedos se crispaban; parecióle que la oprimía una sofocación; las imágenes y los sonidos adquirían una importancia exagerada en la semi—oscuridad del coche, tanto que la dama se preguntó si avanzaban ó retrocedían, ó si el tren estaba parado. Poseida del temor de que la sobrecogiese un estado de atonía, y comprendiendo que aún le era dado resistir por la fuerza de la voluntad, levantóse, se despojó de su abrigo y de su cuello de pieles, y creyó sentir alivio. Un hombre alto y seco entró en aquel instante; en él reconoció al encargado de los calentadores; vióle mirar el termómetro, y observó cómo el viento y la nieve se introducían en el coche; después, todo se volvió á confundir para ella. De alli á poco, Ana creyó oir un ruido extraño, como de algo que se desgarrase rechinando; creyó ver un hierro enrojecido que brillaba y desaparecía detrás de una pared; y de pronto figuróscle que caía en un foso.

á Todas estas sensaciones eran más divertidas que pavorosas.

La voz del hombre cubierto de pieles pronunció un nombre á su oído; Ana se levantó, y entonces pudo comprender que llegaban á una estación y que aquel individuo era el conductor. Al punto pidió su chal y sus pieles, se las puso y dirigióse hacia la puerta.

—¿La señora quiere salir? — preguntó Annouchka.