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Ana Karenine

XXVIII

115 Ana Arcadievna envió al día siguiente del baile un telegrama á su esposo para anunciarle que saldría de Moscou á las pocas horas.

—No, es preciso que me marche—dijo á su cuñada, para explicar su cambio de proyectos, como si recordase de pronto los muchos asuntos que debia evacuar—más vale que emprenda el viaje hoy mismo.

Estéfano Arcadievitch comía fuera; pero prometió volver para acompañar á su hermana á las siete. Kitty no se presentó, y excusóse con una esquela, en la cual decía que le aquejaba la jaqueca.

Dolly y Ana comieron solas con la inglesa y los niños. Estos últimos, bien fuese por inconstancia ó instinto, no jugaron con su tía como el día de su llegada; su ternura se había desvanecido, y al parecer preocupabanse muy poco de su marcha. Ana pasó las primeras horas haciendo sus preparativos de viaje; escribió algunas esquelas de despedida, pagó sus cuentas y arregló los baúles. A Dolly le pareció que no tenía el alma tranquila, y que aquella agitación, la cual conocía por experiencia, tenía su razón de ser en un descontento general de sí misma. Después de comer, Ana subió á su habitación para vestirse, seguida de Dolly, que la dijo de pronto: —Me parece observar hoy en ti alguna cosa extraña.

— Extraña? Nada de eso; es que no estoy buena; esto me sucede también con frecuencia cuando tengo ganas de llorar.

Conozco que es una estupidez, mas ya pasará—añadió vivamente, ocultando en parte el rostro con un saquito de seda, donde guardaba su tocado de noche y sus pañuelos de bolsillo. En sus ojos brillaron algunas lágrimas que á duras penas pudo contener.— No deseaba salir de San Petersburgo, y ahora me cuesta marcharme de aquí.

—Has venido á hacer una buena acción—dijo Dolly, observando á su cuñada atentamente.

Ana la miró con los ojos preñados de lágrimas.

—No digas eso, Dolly; nada he hecho ni podía hacer tampoco. Con frecuencia me pregunto porqué se conjuran todos