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Ana Karenine

—Me aburría en Moscou—contestó Levine; no se está mal en casa de los otros, pero me hallo mejor en la mía.—Y pasó á su habitación.

La estancia se iluminó al punto con bujías, llevadas apresuradamente, y poco a poco observó todos los detalles que le eran familiares: las grandes astas de ciervo, los estantes cargados de libros, el espejo, la estufa con sus conductos, que hacía tiempo se debían componer, el antiguo diván de su padre, la enorme mesa, y sobre ésta un libro abierto, y un cuaderno con casi todas las hojas escritas.

Al verse allí, Levine comenzó á dudar de la posibilidad de un cambio de existencia tal como le soñara en el camino.

Todos aquellos vestigios de su vida pasada parecían decirle: «No, tú no nos abandonarás, ni te convertirás en otro; seguirás siendo lo que siempre fuiste, con tus dudas, tu continuo descontento de ti mismo, tus inútiles tentativas de mejora, tus recaídas, y tu eterna esperanza de una felicidad que no se ha hecho para ti.»» He aquí lo que decían los objetos exteriores; mientras una voz diferente hablaba en su alma, murmurando que no debía ser esclavo de su pasado, y que cada cual hacía de sí cuanto quería. Obedeciendo á esta voz, acercóse á un ángulo de la habitación, donde se veían dos grandes pesos, y los levantó para hacer un poco de gimnasia, á fin de recobrar toda su fuerza; mas en el mismo instante oyó ruido junto á la puerta.

Era el intendente, quien comenzó por anunciar que, á Dios gracias, todo iba bien; pero que el trigo se había quemado en el nuevo secadero. Levine se irritó, porque aquel aparato, construído y casi inventado por él, no había merecido nunca la aprobación del intendente, que ahora anunciaba el hecho con calma y cierto aire de modesto triunfo. Levine estaba persuadido de que se habrían descuid precauciones cien veces recomendadas, y dejándose llevar de su mal humor, reprendió al pobre hombre; pero éste le dió otra noticia importante: Pava, la mejor de las vacas, comprada en la exposición, había parido.

—Kousma—dijo Levine—dame el capote; y tú—añadió, volviéndose hacia el intendente—enciende la linterna ; quiero ver eso.