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Ana Karenine

Apenas hubo salido Kritzki, Nicolás guiñó un ojo sonriendo.

—Tampoco ese sabe mucho—murmuró;—ya lo veo...

Kritzki le llamó desde el umbral de la puerta.

—¿Qué hay?—preguntó Nicolás, dirigiéndose hacia el corredor.

Una vez solo con María Nicolaevna, Levine la preguntó: — Hace mucho tiempo que está usted con mi hermano?

—Unos dos años. Su salud se ha debilitado mucho; bebe con exceso.

—¿Cómo lo entiende usted?

—Bebe aguardiente, y esto le hace daño.

—¿Y en gran cantidad?—preguntó Levine en voz baja.

—Si—contestó la mujer, mirando con temor hacia la puerta, donde apareció Nicolás.

—¿De qué habláis?—preguntó éste, frunciendo el entrecejo.

—De nada—contestó Levine confuso.

—Si no queréis decirlo, no lo digáis, pero tú no necesitas hablar con ella, Constantino, porque es una mujer abandonada y tú un caballero... Ya veo que has comprendido y juzgado todo, y que miras con desprecio mis errores—añadió levantando la voz.

— Nicolás, Nicolás !—murmuró Maria Nicolaevna acercándose á él.

—¡Está bien, está bien !... ¿Y dónde está esa cena? ¡Ah!

ya la tenemos aquí—dijo, al ver entrar un criado con una bandeja.

—Por aquí—continuó con acento irritado; y llenando un vaso de aguardiente, apuróle con avidez.

—¿Quieres?—preguntó á Levine, más sereno ya.—No hablemos una palabra más de Sergio Ivanitch. Yo me alegro mucho de verte, y por más que se diga, no somos extraños el uno para el otro. Bebe, pues; cuéntamé lo que haces y dime cómo vives.

Nicolás volvió á llenar su vaso.

—Lo mismo que antes, en el campo; sólo me ocupo de la agricultura—replicó Levine, observando, no sin terror, la avidez con que su hermano comía y bebía, y esforzándose para disimular sus impresiones.