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Ana Karenine

estar ya enamorado de su esposa, madre de siete niños, de los cuales vivían cinco, y que sólo contaba un año menosque él? Sólo se arrepentia de no haber sabido disimular la situación. Tal vez habría ocultado mejor sus infidelidades si le hubiese sido dado prever el efecto que producirían en su esposa. Jamás había reflexionado con detención sobre este punto; imaginábase vagamente que su mujer sospechaba y cerraba los ojos para no ver sus faltas; y hasta parecíale que por un sentimiento de justicia su esposa debía mostrarse indulgente. ¿No estaba ya marchita, envejecida y gastada? Todo el mérito de Dolly consistía en ser una buena madre de familia, muy vulgar por lo demás, y sin ninguna cualidad que la distinguiese. ¡ El error había sido grande! «¡Es terrible, es terrible!» repetía Estéfano Arcadievitch sin hallar una idea consoladora. «¡Y todo iba tan bien, y éramos tan felices!

Ella estaba contenta, era feliz con sus hijos, yo no la molestaba en lo más minimo y dejábala en libertad de hacer lo que mejor le pareciese en casa. Ciertamente es enojoso que ella haya sido institutriz en nuestra familia; esto no me parece bien, porque hay algo de vulgar y de cobarde en hacer el amor á la que enseña á nuestros hijos; pero ¡qué institutriz! (recordó vivamente los ojos negros y picarescos de la señorita Roland y su sonrisa). Mientras estuvo con nosotros nada me permití; lo peor es que... No sé qué hacer, no lo sé.»» Estéfano Arcadievitch no hallaba contestación, ó sólo esa respuesta general que en la vida se da á todas las preguntas más complicadas, en las cuestiones difíciles de resolver: vivir al día, es decir, olvidar; mas no siéndole posible hallar el olvido en el sueño, por lo menos hasta la noche siguiente, era preciso aturdirse en el de la vida.

«Más tarde veremos»—pensó Estéfano Arcadievitch, decidiéndose al fin á levantarse.

Púsose su bata de color gris forrada de seda azul, anudó los cordones, aspiró el aire con fuerza en su ancho pecho, y con el paso firme que le era peculiar, y que no revelaba pesadez alguna en su vigoroso cuerpo, acercóse á la ventana, levantó la celosía y llamó vivamente. Matvei, su antiguo ayuda de cámara, casi amigo suyo, entró al punto llevando la ropa, las botas de su amo y un telegrama; y detrás apareció el barbero con sus utensilios.