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mó la señorita Dupasquier, con tal prontitud y alegría, que cualquiera otra persona que doña María Josefa, habría comprendido la satisfacción que animó á la joven al hacer esa justicia á los unitarios: á esa clase distinguida á que ella pertenecía por su nacimiento y educación.

—¡Oh! ¡Florencita, no vaya usted á casarso con ningún unitario! Además de inmundos y asquerosos, son unos tontos, que el más ruin federal se puede medir con ellos. Y á propósito do casamiento: ¿cómo está el señor don Daniel, que no se deja ver en parte alguna de algún tiempo acá?

—Está perfectamente bueno de salud, señora.

—Me alegro mucho. Pero cuidado, abra usted Jos ojos: mire usted que le doy un buen consojo.

Que abra los ojos! ¿Y para ver qué, señora?

—interrogó Florencia, cuya curiosidad de mujer amante no había dejado de picarse un poco.

—¿Para qué?¡Oh! usted lo sabe bien. Los enamorados adivinan las cosas.

Pero qué quiere usted que yo adivine?

Toma no ama usted á Bello?

— Señora !

—No me oculte usted lo que yo sé muy bien.

—Si usted lo sabe...

—Sí, yo lo sé; debo prevenirle que hay moros en la costa, que tenga cuidado de que no la engañen, porque yo la quiero á usted como á una hija.

—¡Engañarme! ¿quién? Aseguro á usted, seLora que no la comprendo—replicó Florencia algo turbada pero haciendo esfuerzos sobre sí misma para arrancar á doña María Josefa el secreto que le indicaba poseer.