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— Pero quién znanda en Montevideo, señor?—preguntó el joven.

—Rivera.

—Sí, Rivera es el presidente, pero está en campaña; hay un gobierno delegado, no manda este gobierno?

—No; manda Rivera.

Y la asamblea?

—No hay asamblea.

—Pero hay pueblo?

No hay pueblo; los pueblos ne tienen voz todavia en la América; hay Rivers, nada más que Rivera. Hay algunos hombres de talento, como Vázquez, Muñoz, etc., y hay muchas inferioridades que rodean al general Rivera, y hostilizan á aquéllos porque son amigos de los porteños.

El telón de un escenario nuevo se levantaba á los ojos de Daniel. Por su cabeza jamás había pasado ni una sombra de las realidades que le rofería el señor Martigny. Ll, cuyo sueño de oro era la asociación política, como la asociación en todo; él, que hacía poco creía que Montevideo, con todos los hombres que io habitaban, no encerraba sino um solo cuerpo con una sola alma política para la guerra á Rosas; él, que creía llegar á una ciudad donde los intereses del pueblo tenían voz más poderosa que los intereses de caudillo y de círculo, se encontraba de repente con que todas sus ilusiones se evaporaban, y que no debía conservar otra esperanza sobre la ruina de Rosas, que aquella que le inspiraban los últimos esfuerzos que haría el ejército que mandaba el genera Lavalle, destinado á convertirse en una oruzada de hérnes ó de mártires.

—Bien, señor—dijo Daniel ;—yo soy hombre