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ba sobre un pequeño sofá la tierna compañera de la joven, halagada por el dulce calor de la chimenca on aquella noche oruda de los últimos días de mayo, sobre el que tanto se había precipitado el invierno de 1840.

M A un lado de la chimenea estaba preparado el té en el rico servicio de porcelana de la India que hemos descrito en la alcoba de Amalia, sobre la pequeña mesa de nogal.

El mismo Eduardo quitó de los hombros alabastrinos de la joven, la capa de terciopelo azul que los cubría, y quedóse extasiado largo rato contemplando aquella belleza casi ideal, cuyos encantos acababan de ser admirados y ambicionados por tantos hombres, y de cuya posesión él abrigaba en su alma una risueña esperanza desde la mañana de ese mismo día.

¿Qué mujer no se envanece de descubrir la admiración que hacen sus gracias en los ojos del ser predilecto de su corazón?

Amalia olvidó la escena del camino y se halló contenta y feliz al descubrir en la contemplación de Eduardo el enajenamiento inefable que le ocasionaba su belleza.

Ella misma sirvió el té, refiriendo á Eduardo las escenas más notables de la cena del baile, tratando de distraerlo y de enmendar una imprudencia que acababa de cometer: había referidole las miradas de Mariño y las palabras de él que le había transmitido la señora de N... Eduardo entonces dió otro valor al acontecimiento de la calle Larga, y no se perdonabo haber dejado irso á Mariño sin haberle hecho recibir por su mano el castigo que se merecía.

Pero Amalia, si era una divinidad en su belleza