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por su atención, pero repito las palabras de este caballero, y suplico á usted quiera tener la bondad de retirarse.

—Esto es demasiado. Se ha empleado dos veces la palabra suplicar—dijo Eduardo sacando la mano por uno de los postigos del coche para abrir Ja puerta; pero Amalia asióse de su brazo, y por un esfuerzo supremo lo volvió a su asiento.

—Me parece que ose seño: poco habituato á tratar con caballeros—dijo Mariño.

—Caballeros que paran los carruajes á media noche, bien pueden ser tratados como ladrones.

Pedro, adelante—gritó Eduardo con una voz metálica y tan entera, que los dos hombres que estaban al lado de los caballos no se atrevieron á pararlos, sin nueva orden del que parecía comandarlos, cuando Pedro dió un latigazo á los caballos, muy dispuesto á hacer uso de su pistola si aiguien continuaba estorbando la marcha del carruaje de su señora.

El comandante Mariño, pues no era otro que él, picó su caballo en el acto de romper el cocha, y siguiendo a su lado á gran galope, pudo hacer oir de Amalia estas palabras:

—Sepa usted, señora, que no he querido hacer á usted ningún mal, pero se me ha tratado ladignamente, y esto no lo olvida con facilidad el bom bre que ha recibido ese insulto.

Dichas estas palabras, Mariño suspendió su caballo y volvió á la ciudad por la barranca de Balcarce, mientras Amalia, cinco minutos después, entraba en su salón del brazo de Eduardo, algo pálida y descompuesta por la reciente escena.

En el gabinete contiguo al salón, y que se comunicaba con la alcoba de Amalia, dormida esta-