Página:Amalia - Tomo II (1909).pdf/63

Esta página no ha sido corregida
— 59 —

sus manos desde el momento en que se paró cl coche.

Eduardo no tenía más armas que un pequefio puñal en el bastón en que se apoyaba al andar.

El individuo que habis hablado, estaba cubierto con un poncho obscuro, y vuelto hacia los faroles del coche, ninguna claridad daha en su rostro.

Ni Amalia, ni Eduardo conocieron la voz que había hablado. Pero hay en las mujeres todas de este mundo una facultad de adivinación admirable, que las hace comprender entre un millón de hombres, cuál es aquél en que han hecho improsión con su belleza; y en las circunstancias más difíciles y más cxtrañas, una mujer sabe al momento adivinar si elle hacc parto allí y de dónde ó de quién podrá surgir el misterio que los demás no comprenden.

Y no bien acabó el desconocido de pronunciar su última palabra, cuando Amalia se inclinó al oído de Eduardo y le dijo:

—Es Mariño.

— Mariño !—exclamó Eduardo.

—Sí, Mario... es un loco.

—No; es un picaro... Señor—dijo Eduardo alzando la voz, esta soñora va perfectamente acompañada, y suplico á usted tenga la bondad de retirarso y ordenar que hagan lo mismo los que han detenido los caballos.

—No es usted & quien yo me he dirigido, soñor Bello.

—Aquí no hay nadie de eso nombre; aquí no hay más que...

¡Silencio, por Dios! Señor—continuó Amalia dirigiéndose á Mariño,—doy á usted las gracias