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La lectura de estos versos originó una sensación en los concurrentes, poco común en los banquetes; dió origen á un temblor general; los unos, como Salomón y su comparsa, Garrigós y la suya, temblaban de entusiasmo; los otros como Mansilla, como Torres, como Daniel, etc., temblaban de risa.

Para las damas federales los versos estaban pindáricos; pero todas las unitarias tuvieron la desgracia en ese momento, de ser atacadas por accesos do tos, que las obligaron á llevar sus pañuelos á la boca.

Los brindis se sucedieron luego: todos iguales en el fondo, y casi hermanos canales en la forma.

Los señores Mandeville y Picolet bebieron también á la salud de Su Excelencia el Gobernador y de su joven hija.

Y como tienen su fin todas las cosas de este mundo, llegó también el de la suntucsa cena del 24 de mayo de 1840.

Las señoras volvieron á los salones del baile, y mientras la música y los jóvenes las recibían alegres, y mientras Amalia, Florencia, Agustina, Manuela, etc., fueron sacadas en el acto para unas cuadrillas, alegres se quedaron en el comedor, continuando sus entusiastas brindis federales, los heroicos defensores de la santa causa, que ro kabía de tener tregua ni pausa, según el último verso del soneto de doña Mersedes Rosas de Rivera.

Fué entonces cuando el entusiasmo subió á sus noventa, grados, porque nada hay que dé tanta energía. & la expresión de ciertas pasiones en cier-