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taneidad de aquel discurso, y dejaron los cálices vacíos del espumoso champaña que contenían.

Sólo había una persona que nada comprendía de cuanto allí pasaba; ó dicho de otro modo: que no comprendía que en parte alguna de la tierra pudiese acontecer lo que aconteciendo estaba: y esa persona era Amalia.

Azalia estaba aturdide. Sus ojos ae volvien á cada momento hacia Daniel, y sus miradas, esas miradas de Amalia que parecían tocar los objetos y descansar sobre ellos, lo preguntaban con derrasiada elocuencia: «¿dónde estoy, que gente es »ésta; esto es Buenos Aires, ésta es la culta ciu»dad de la República Argentina ?> Daniel le contestaba con ese lenguaje de la fisonomía y de los ojos que le era tan familiar: «después hablaremos.»> Amalia se volvía & Florencia algunas veces, y sólo encontraba en la picaruela cara de la joven la expresión de una burla finisima, sin que con eso quedase Amalia más alentada que antes en sus interrogaciones.

Ni una, ni otra de las dos jóvenes habían llevado á sus labios uma gota de vino.

Daniel, que estaba eu todo, que hacía seña á Salomón, que acababa de hacerlas también á Santa Coloma, que aplaudía con sus miradas á Garrigós, que se sonreía con Manuela, que le enviaba una flor á Agustina, un dulce á Mercedes, etc., Daniel, decíamos, echó vino en las copas de Amalia y de su Florencia, inclinándose entre las dos sillas y diciendo muy bajito:

—Es preciso beber.

—Yo—le preguntó Amalia con una altivez y una proutitud, con una dignidad y un enojo, que