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el paraíso de Agustina. Daniel iba á tomar parte en la conversación para darle otro giro, cuando se interpusieron entre él y Agustina un caballero negro y gordo y bajo, y una señora alta y gorda y blanca, que eran nada menos que el señor Rivera, doctor en medicina y cirugía y su esposa doña Mercedes Rosas, hermana también de Su Excelencia el Gobernador.

No lucía tanto en esa señora el vestido de raso color sangre que traía puesto, con guarniciones de terciopelo negro, ni los grandes zarcillos de lopacio, ni los Hilos de coral que llevaba al cuello, como lucian, sobre ei blanquísimo cutis de su rostro, unos rizados lunares rubios, cuya exuberancia se 08tentaba con más csplendidez cn la redonda y turgente barba.

Esta señora, cuya vocación eran las Musas, y cuyos instintos eran por la democracia, pardse entre Agustina y Amalía, no como si acahara de beber un vaso de agua de la fuente Hipocrere, sino como si acabase de sorber cuatro grandes tazas de la ponchera de Hoffmann; es decir, que la buena señora del médico Rivera, tenía la cara roja y no rosade, y que por los carrillos, que habrían dado envidia al mejor guardián del buen economiste San Francisco, caían en hilo unas líquidas perlas que, filtrando por los abiertos poros de las sienes, bajaban como rocfo á humedecor los redondos y blanquísimos hombros.

—Ché! te he andado buscando por todas partes—le dijo a su hermana Agustina.

—Bien, ya me has hallado; ¿qué quieres?

—Sudando estoy, mujer; vamos á la mesa.

Ya?

—Sí, ya; ¿cómo está usted, señor Bello?