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—SI , Daniel, yo la amo. Tú conoces mi vida, sabes esa existencia árida en que ha vegetado mi corazón; esto corazón tan rebelde á las vulgaridades de la vida; este corazón que parecía guardar toda su savia, toda la virginidad de sus afectos, para alguna mujer privilegiada que yo creía que existía solamente en los sueños de ini imaginación; este corazón la ha hallado y la ama, Daniel, con el entusiasmo quc sc ama la gloria, con la sensibilidad que se ama á una hermana, con la adoración que se ama á Dios. Mi naturaleza, abatida, amortiguada por el desencanto de mi época, ha revivido en todo el esplendor de mi juventud, y mi vida parece extenderse en el celeste espacio de la felicidad. Mi sueño es poseeria; vivir á su lado, cubrirle con mis manos para que la luz del día no marchite la delicada flor de su hermosare; descubrir en el cristal de sus ojos los deseos recónditos de su alma para complacerla. Como mortal, yo legaré por ella hasta el límite donde no hay más allá para la inteligencia humana, y buscaré gloría y nombre para que se abrillante su destino en el mundo, y si fuera un Dios, yo escogería el más radiante de mis astros y lo diría: Amalia, reina aqui...

—Bien, mi Eduardo—exclamó Daniel, pasando su mano por la pália y chie frente de su amigo, donde no hay esa exaltación poética del corazón, no hay verdadero amor á los veintisiete años de vida.

La amo, Daniel—continuó Eduardo cusi sin oir las palabras de su amigo,—la amo y quiero ser su esposo; mi corazón, mi vida, mi fortuna, todo es de alla. Viviremos siempre en el campo, siempre en la misma casa donde cambiamos nuestrs