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lo que te ha chocado es tu mala fortuna; es decir, no poder tú también venir conmigo.

Yo? Daniel.

Tú, Eduardo. Tú que acabas de hablar como un gran filósofo en nuestra reunión, y unos minutos después no haces sino sentirte, como cualquier pobre diablo, enamorado de una mujer. Acabas de pensar en la patria, y estás pensando en Amalia. Acabas de penser cómo conquistar la libertad, y estás pensando cómo conquistar el corazón de una mujer. Acabas de echar de menos la civilización en tu patria, y echas de menos los bellisimos ojos de tu amada. Esa es la verdad, Eduardo. Ese es el hombre, esa es la Naturaleza Eduardo bajó su cabeza y llevó la mano á sus cabellos.

—Y crees que te hago la minima inculpación, amigo mío?—prosiguió Daniel,—no. Pocas veces he sentido mayor contentamiento que cuando he llegado á conocer que amabas á mi prima. Esa mujer tan delicada, tan poética, tan bella, es la que mejor conviene á tu ecrazón y á tu carácter. Ella te ama, ¿qué más puedes desear?

—No, Daniel, no puede ser; ella me compadece solamente, —No; ella te ama. Tu misma situación dramáti ca ha sido un incentivo para su corazón.

—¿Lo crees? repítemelo, ¿crees que soy amado de Amalia ?—preguntó Eduardo con esa ansiedad de los corazones locamente enamorados, que no se satisfacen jamás de oir repetir las seguridades de su felicidad.

Lo crco, y creo más: creo que antes de un año habrá cuatro personas verdaderamente felices en Buenos Aires Amalia y tú, Florencia y yo.