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en el grande y luminoso cuadro de esa vida. Los hombres que tenen la espontancidad de su naturaleza, se cubren con el velo de la hipocresía, denso para el vulgo, transparente para los hombres que tienen inteligencia en sus miradas. Esos hombres, eternamente graves en la expresión de su semblante, en sus discursos y en sus maneras, esos hombres mienten, ó su gravedad no es efecto de la importancia filosófica de su alına, sino de una inflexibilidad de su espíritu, que los hace incapaces para la mayor parte de las situaciones de la vida, ó que los hace de condición mala en la sociedad.

Los que no son hipócritas, son como yo; siguen el curso de las diferentes impresiones que los rodean.

Además, Eduardo, yo soy porteño; hijo de esta Buenos Aires, cuyo pueblo es por carácter, el más inconstante y velaidoso de la América; donde los hombres son, desde que nacen hasta que se mueren, mitad niños, y mitad hombres, condición por la cual buscaron el despotismo por el gusto de hacer una inconstancia á la libertad. Y esto misio lo piensas tú, Eduardo. Pero ¿quieres que yo le enseñe á profundizar el corazón humano con una sola mirada, ó á interpretarlo con una sola palabra que pronuncian los labios? ¿Quieres que te pruebe cómo las inteligencias más altas descienden de las ideas más sociales á un sentimiento de individualidad y de egoísmo? F'ues bien, en ti mismo tengo el ejemplo.

—En mi?— contestó Eduardo volviendo sus ojos á Daniel.

—En ti, Eduardo, en ti. No te ha chocado verme pasar de una ocupación política, grave y difícil, á la compostura de un vestido de baile, no;