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i 313habitador de los desiertos. Y el misionero apostólico, estableciendo su púlpito y su predicación donde encontraba cuatro hombres que lo cyesen, percibía por su oído cl silbo de la flecha, se deslimbraban sus ojos con el brillo de la hoguera, y, levantando el corazón á Dios, seguía hablando la palabra de Cristo, muchas veces cortada en sus labios por la muerte, y hablaba y moría sin conocer el miedo. Porque la vida terrenal, la vida de la carne, no es la vida dei sacerdote do la cruz.

Su vida es el espíritu, su mundo el Cielo, su reino la eternidad, su misión el martirio, su premio la prosternación de su alma ante el rostro de su Criador, bañado en la inefahle sonrisa del que recibe con amor al hijo digno de su precioso aliento.

¡No, no es el miedo una justificación de esos sacerdotes impos! No es el miedo lo que puede justificarlos ante Dios, por su predicación de sangro, por sus apoteosis mentidas al asesino de un pueblo, al profanador de los altares, al rebelde de Ja justicia, de la fraternidad y de la paz, inspiraciones purisimas del Omenipotente, puestas en los divinos labios del Redentor del mundo!

¡Si había miedo, era porque no había fe, porque no tenían la conciencia de su apostolado en la tierra; y había esto, porque la prostitución de la época, que filtraba sus gotas de veueno por los vicjos muros de nuestros conventos, inficionaba el aire y corrozzpía las conciencias 1...

111Y mañana, cuando la revolución á la Naturaleza tumbe la frento del tireno, y el pueblo, sin cadenas, se levante oh! no toquéis entonces su conciencia, no le miréis cl alma, si queróis bajar á la tumba con una ilusión y una esperanza!!!

Veinte años no pasan sin dejar huella en el al-