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Pero la revolución degeneró, se extravió, y al derrocar el trono ibérico, dió un hachazo también sobre la raíz monárquica, y de la superficie de la tierra se alzó, sin raíces, pero fascinadora y seductora, esa bella imagen de la poesía política que se llama «República».

Todavía quedaba un medio de reconquistar algo de la gran pérdida de aquel principio, y ese medio era la unidad de régimen en la República.

La unidad, sin embargo, fué hecha pedazos por los Atilas argentinos, que, salidos del fondo de nuestros desiertos bárbaros, vinieron á romper con el casco de sus potros las tablas de ese Occidente americano, en que empezaban á inscribirse las primeras palabras de nuestra revolución social.

Tomaron el nombre de los pueblos. Entendieron que federación era hacer cada uno lo que le diera la gana; y cada uno hizo lo que Artigas, López, Bustos, Ibarra, Aldao, Quiroga y Rosas.

Y entre todo lo que hicieron, pocos de ellos dejaron de convertir la religión en instrumento de su ambición personal.

Rosas fué el último de todos que se valió de ella, pero el primero, sin disputa, en la «grandeza» de sui crimen.

Los jesuítas fueron los únicos sacerdotes que osaron oponer la entereza del justo la fortaleza del que cumple en la tierra una inisión de sacrificio y de virtud,—á la profanación que hizo al altar la enceguecida presunción del tirano.

El templo de San Ignacio, fundado por aquéllos durante la dominación española, y de donde fueron expulsados después, fué defendido por ellos en 1839, y cerradas sus puertas á la profana ima-