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Y el cura Gaete se levantó, entrecerró la puerta del gabinete que daba al zaguán, y dirigiéndose á don Cándido le dijo:

—Venga, paisano; póngase aquí—señalando un lugar cerca de la puerta.

Don Cándido temblaba de pies á cabeza, la palabra se le había atragautado, y perdida la elasticidad de los músculos de su cuello, no volvía la cabeza á ningún lado.

—Eh! con usted hablo continuó Gaete, vonga, hágame el favor despararse aquí, que no es un perro el que se lo pide.

Vaya usted, don Cándido, vaya usted—dijo Arana.

Don Cándido se levantó y marchó, duro y derecho, hasta el lugar que indicaba Gaete, ni más ni menos que como el Convidado de Piedra.

—Bueno, ahí—dijo Gaete.—Yo entré, pues, al zaguán que estaba obscuro, y tras! tropecé con un hombre.

Y Gaete carinó hacia don Cándido y se dió contra él.

—En el momento saqué mi puñal; este puñalfederal, señor Arana—dijo Gaste sacando un gran cuchillo de su cintura,—que me ha dado la patria como á todos sus hijos para defender su santa causa. ¿Quién está ahí?—pregunté, y yo le puse la punta del puñal sobre el peclio.

Y Gacte la puso en efecto sobre el pecho de don Cándido.

—Me respondió que era un amigo; pero yo que no entiendo de amigos en zaguanes á obscuras, me le fut encima y lo cazé del pesouezo.

Y Gaete se prendió de la corbata de don Cándido con su mano izquierda.