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Rosas, & más bien, su época, es la laboriosa ficción de todos cuantos representaban un papel en el inmenso escenario de la política. Cada personaje era un actor teatral: tey á los ojos de los espectadores, y pobre diablo ante la realidad de las cosas.

Un ministro de Estado, un jefe de oficina, un diputado, un juez, un general en jefe, todo cran, menos ministro de Estado, jucz, diputado ó general; pero hacían maravillosamente su papel de talas. Es decir, hacían su papel para los demás; pero ante los propios no había uno que no supiese que su corona era de cartón dorado y su cesáreo mauto de fraiela.

Lujosos, porque jamás la plata Ise falleba, al golpear la puerta de un magnate de Rosas, ya so tocase, en ofecto, á la casa de un ministro, de un general, de un alto magistrado, etc.

Se llegaba & la presencia del magnate, y ya la cara estaba diciendo á uno con quién hablaba.

Un ministro, un favorecido del héroe, debía ser por fuerza un hombre sario, grave, adusto, representante fiel de la rnás seria de las causas.

Como todos se vestían de diablo, el color de llamas de que estaban cubiertos dábales cierto aire más imponente, que luego sus términos llenos do mcsura y de reticencias acababan de solemnizar.

Mientras se trataba de lugares comunes, todo eran flores para ellos. Por aquí ó por allí, la conversación había do rodar, por fuerza, sobre Su Txcelencia y Manuelita, con quienes, indefectibiemente, se había hablado el día antes, ó hacía dos días, cuando más..

Cada palabra de los labios federales era á los ojos del que la vertía una especie de ouza de AMALIA 19. TOMO !I