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estos países, como lo scrvirán también de comprobante para justificar la lealtad y la moral de los emigrados argentinos, tantas veces acusados de tender y sacrificar los intereses y los derechos de su país, en sus relaciones con el extranjero.

Estudiando ese documento, no se puede menos de compadecer ese santo infortunio de la emigración, de cuyos tristes efectos no es el menos notable, ni el menos desgraciado, el alucinamiento á que da ocasión, aun en los espíritus más serios.

Parece increíble que hombres de la altura de Agüero y de Varcla llegasen á creer que el prótocolo que firmaban el 22 de junio de 1840, pudiera nunca servir á uno de los dos objetos que se proponían con ese paso, y que sin duda era el más importante para ellos.

Con una candidez pasmosa, la comisión argentina creyó arribar con ese convenio al logro de una obligación perfecta, de una alianza formal entre la Francia y los emigrados de Reises.

La firma de la comisión argentina, los compromisos que ella hubiese contraido, podrían haber sido, sin duda, atendibles y respetados por el nuevo Gobierno que sucediese al de Rosas en Buenos Aires. Pero, si la Francia se negaba á respetar la alianza de hecho, sellada con las libaciones de la sangre, ¿cómo esperar que respetasc un compromiso extraoficial, contraido con un agente puyo, con una entidad moral que no representaba absolutamente nada, ni en derecho público, ni en podar, ni en consecuencias ulteriores, una vez que fuese vencido por Rosas el partido armado que esa entidad representaba? ¿Con qué carácter, dónde, ni cómo, se reclamaría á la Francia el cumplimiento de los deberes que la alianza imponía, si