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ñoras cuando se hallan en estado de esperanzas.

— Así es, no ha habido declaración de guerracontestó el señor Mandeville, jugando con la punta de sus rosarlos dedos.

—Yustod sabe, señor ministro—prosiguió don Felipe, que, según el derecho de gentes y la práctica de las naciones cultas y civilizadas, no se puede hacer la guerra sin que á ese acto preceda una declaración, solemnc y motivada.

Pues !

—Y como el derecho de gentes nos comprende á nosotros también, digo bien, señor Bello?

—Perfectamente, señor ministro.

—Tego, si nos comprende á nosotros el derecho de gentes—prosiguió don Felipe,—teníanos derecho a que la Francia nos declarase la guerra antes de mandar una expedición. Y puesto que no lo hace así, la Inglaterra debía estorbarle el envío de la antedicha expedición; porque, conquistado el país por la Francis, la Inglaterra pierde todos sus privilegios en la Confederación. Y por eso concluyo repitiendo al señor ministro á quientengo el honor de hablar, que la Inglaterra debe oporerse al paso por mar de la susodicha expedición que debe salir de Francia, ó estar ya eu camino.

—Yo transmitiré á mi Gobierno las poderosas observaciones del señor Gobernador delegado,contestó el señor Mandeville, cuyo espíritu, no estando avasallado por don Felipe como lo estaba por Rosas, podía medir á su antojo la diplomacia y la elocuencia del antiguo campanillero de la Hermandad del Rosario.

—Si fuera dable que yo tomase parte en este asunto, yo diría al señor Gobernador cuál es en