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El silencio era sepulcral en la ciudad.

El monótono ruido de nuestras pesadus carretas, dirigiéndose á los mercados públicos, el paso del trabajador, el canto del lechero, la campanilla del aguador, el martilleo del pan entre las árganas; todos esos ruidos especiales y característicos de la ciudad de Buenos Aires, al venir el día, hacia ya cuatro ó cinco que no se escuchaban. Era una ciudad desierta; un cementerio de vivos, cuyas almas estaban, unas en el cielo de la esperanza. aguardando el triunfo de Lavalle, y otras en el infiero del crimen esperando el de Rosas.

— Sólo en el camino de San José de Flores, que arrenca de la ciudad: en aquel célebre camino, gloria de la federación y vergüenza de los porteños, mandado construir por losas en honor del general Quiroga; sólo en él, decíamos, sonaba el ruido de las pisadas de algunos caballos. Era don Juan Manuel Rosas que marchaba á encerrarse en su campamento de Santos Lugares, en la madrugada del 16 de agosto de 1840, saliendo de la ciudad, oculto entre las sombras de la noche, y calculando, sin embargo, poder llegar de día á la presencia de sus soldados, á quienes, por la primera vez en su vida, iba á poder decirles compañeros.

Su escolta tenía orden de marchar una hora después.

Nada más lúgubre, nada más dramático, naaa más indeciso y violento, que el cuadro político que representaban los sucesos en ese momento en todo el horizonte revolucionado de la República Argentina.

Era un duelo á muerte entre la libertad y el