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dfas, se le buscaría alguna pequeña y solitaria casa sobre la costa de San Isidro, ó cualquier otro punto distante, donde poder vivir retirado, sin desalojar su casa de Barracas; facilitándose de este modo la felicidad de ver á Eduardo y la de embarcarse en un momento dado. Y, por último, había concluído por hacerle reir, como era de costumbre, cuando él sufría, ocultándolo á los demás.

Así, meditando, aceptando y desechando ideas, llegó, al fin, á la barranca del general Brown, y enfilando la calle de la Reconquista, llegó á la casa do su Florencia, á respirar un poco de osencia de amor y de ventura en los alientos de aquells for purísima del ciclo, calda, sobre la tierra argentina para ser velada por el amor, en la noche frígida de las desgracias de este pueblo infeliz.

Pero ese día era fatal.

Al entrar en la sala, halló á la señora. Dupasquier desmayada en un sillón, y á Florencia sentada en un brazo de él, suspendisndo con su brazo izquierdo la cabeza de su madre, y humedeciendo sus sienes con agua de Colonia.

— Daniel, véc —exclamó la joven.

Pero, qué hey, Dios mío?—preguntó Daniel, acercándose á aquella pintura del dolor y del amor filial.

Despacio: no hables fuerte. Es un desmayo.

Daniel se arrodilló delante del sillón, y tomó la inano pálida y fría de madama Dupasquier.

—No es uada, volverá en sí—dijo, después de haber observado el pulso de la señora.

—Sí, empieza a transpirar. Entra en la alcoba; alcanza una capa ó un pañuelo, cualquier cosa, Daniel.

El joven obedeció, y después de cubrir él mismo