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—Ya me lo ha dicho usted.

—Entonces debe usted guardar más respeto en las contestaciones, señora.

—Caballero, yo sé bien el respeto que debo á los demás, como sé también el que los demás me debeu á mí. Y si el señor Gobernador, ó el señor Victorica quieren delatores, no ca cn esta casa, por cierto, donde podrán hallarlos.

Usted no delata á los demás, pero se delata á sí misma.

Cómo?

—Que usted se olvida de que está hablando con el jefe de policía, y está revelándole muy francamente su exaltación de unitaria.

—¡Ah, scñor, yo no haría gran cosa en serlo en un país donde hay tantos miles de unitarios !

Por desgracia de la patria y de ellos mismosdijo Victorica, levantándose sañudo,—pern llegará el día que no haya tantos, yo se lo juro & usted.

O que haya más.

—Señora —exclamó Victorica, mirando con ojos amenazantes á Amalia.

Qué hay, caballero?

Que usted abusa de su sexo.

—Como usted de su posición.

No teme usted de sus palabras, señora?

No, señor. En Buenos Aires, sólo los hombres temen; pero las señoras sabemos defender una dignidad que ellos han olvidado.

—Cierto, son pecres las mujeres—dijo Victorica para sí mismo. A ver, concluyamos—continuá, dirigiéndose á Amalia,—tenga ustea la bondad de abrir esa papelera.

— Para qué, señor?