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—Tienes razón.

—Déjame obrar. Yo voy á Barracas en el acto, y & la fuerza yo opondré la astucia, y trataré do extraviar el instinto de la bestia con la inteligencía del hombre.

—Bien, anda, anda pronto.

—Tardaré diez minutos en llegar á mi casa á tomar mi caballo, y en un cuarto de hora estaré en Barracas.

—Bien, y volverás?

—Esta noche, —Dile...

—Que te conservas para ella.

—Díle lo que quieras, Daniel—añadió Eduardo, dándose vuelta, porque sin duda en sus ojos había algo que quería ocultar á la mirada de su amigo.

Jarnás un hombre apasionado como Eduardo, con su valor y su generosidad, puede haberse encontrado en situación más difícil; vefa en peligro ú la bien amada de su alma, en peligro por él, y no podía defenderla, sin agravar su desgracia.

Cuando volvió de su primer paseo en la habitación, ya no halló á Daniel en el gabinete.

Eran las once de la mañana, y don Cándido empezó á vestirse para ir a la secretaría privada del señor don Felipe.