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Puedo entrar un momento, mis queridos y estimados discípulos?—dijo don Cándido asomando la borlita de su gorro blanco por la puerta del gabincte que entreabrió.

Adelante, mi querido y estimado maestro dijo Daniel.

—Hay una novedad, Daniel, una ocurrencia, —una cosa...

Usted me hará el favor de decirmela de una vez, señor don Cándido?

—Es el caso que yo me pascaba en el zaguán, porque cuando tengo un poco de dolor de cabeza como al presente, me hace bien pasearme, como también ponerme unos parches de hojas de naranjo. I'orque habéis de saber, hijos míos, que las hojas de naranjo con seho tienen sobre mi organización la virtud específica...

—De mejorarlo á usted y enfermar á los otros.

¿Qué es lo que hay?—preguntó el impaciente Daniel.

A cso camino.

¡Pero llegue usted de una vez, con todos los santos!

—Ya llego, genio de pólvora, ya llego. Me paseaba en el zaguán—decía, cuando sentí que alguien se paró en la puerta. Me acerqué indeciso, vacilante, dudoso. Pregunté quién era. Me convencí de la identidad de la persona que me respondió, y entonces abrí: ¿quién te parece que era, Daniel?

—No sé, pero me alegraría de que hubiese sido cl Diablo, señor don Cándido—dijo Daniel dominando su impaciencia como era su costumbre.

—No, no cra el Diablo, porque ése parece que no se desprende de mi lovita hace tiempo. Era Fermín, tu leal, tu fiel, tu...