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darle sino el amor de mi alma. ¡Ah! Daniel, desde anoche me parece que me falta la luz, porque sus ojos no la derraman sobre los míos; me parece que me falta el aire do mi existencia, porque no lo aspiro en sus alientos. ¡Que no la amo! Oh, Dios mío, Dios mío!—exclamó Eduardo ocultando su frente entre sus manos.

Un momento de silencio se estableció entre los jóvenes. Daniel respotaba en ese momento esa doble pasión del amor, obra de Dios para las almas generosas y grandes, que él sentía también aunque sin la exaltación de su amigo; porque ni el amor por su Florencia tenía obstáculos que lo irribasen, ni su espíritu estaba ajeno ú otras nobles y grandes impresiones que lo distraian; ni él tenía tampoco la organización reconcentrada de Eduardo en la cual, por esa desgraciada condición, las pasiones, la felicidad y la desgracis, ohraban sus efectos con más poderlo —Pero no; esto es ser demasiado débil. ¿Qué es que decías que debo hacer, Daniel ?—dijo Eduardo sacudiendo su cabeza, cchando atrás las hebras de sus cabellos de ébano quo caían sobre sus sienes pálidas, y mirando tranquilamento á su amigo.

—No ver á Amalia en algunos días.

—Bien.

—Si los sucesos políticos alcanzan pronto el fin que les deseamos, entonces todo está ganado en tus negocios.

Sí, cierto.

—Si, por el contrario, los sucesos no alcanzan ese fin, es necesario entonces que emigres.

— Solo?

—No, co irás solo.

Irá Amalia? ¿Crees que quiera seguirme ?