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— Por Dios, Daniel, por Dios! no mortifiques más mi situación. Fo no sé lo que digo.

¡Vaya! al cabo has dicho una cosa razonable, y ahora que has empezado á tener razón, oye todo lo que hay.

Y Daniel refirió sucintamente á Eduardo todas las ocurrencias de la noche anterior, como también la invasión del general Lavalle.

—Cierto, cierto. ¡Yo no puedo ya habitar en Barracas sin comprometerlal—dijo Eduardo poniendo el codo sobre la mesa, reclinada su frente en la palma do su mano.

—Eso es hablar con juicio, Eduardo. Hoy no hay otro medio de salvar á Amalia que poniéndote lejos de la mano de Rosas, porque, aun cuando yo pudiera salvarla de los insultos de la Mazorca, ó de una medida torpe del tirano, yo no tendría poder para libertarla de los rigores de su propia organización, si te acaeciera una desgracia, Amalia está apasionada. Su naturaleza sensible y su imaginación exaltada la llevarían al último extremo de la vida, ó del infortunio, si llegase hasta su corazón una sola gota de tu sangre.

Y qué hago, Daniel, qué hago?

Desistir de la idea de verla por algunos días.

—Imposible.

—La pierdes entonces.

¿Vo?

—15.

¡Oh, no puedo, no!

—No la amas, entonces.

—¡Que no la aino! ¡Oh! sí, sí; no la amo como ella merece ser ainada, porque para Amalia se necesita un Dios, y yo soy un hombre; ella merece el amor del Cielo y de la tierra, y yo no puedo