bre la mesa, en cada uno de los cuales había el nombre de Amalia veinte ó treinta veces escrito á lo ancho, á lo largo, al sasgo, de todos modos, y con infinitas formas de letra.
—Ah —exclamó Eduardo poniéndose colorado y juntando todos los papeles.
—Tú le entretenías en esto, mi querido Eduardo, y nada más natural; pero en tu situación es preciso que á lo conveniento ceda cl lugar lo natural; y como no conviene que nadio sepa que tienes tanto amor á ese nombre, bueno será hacer esto, dijo Daniel tomando los papeles de mano de Eduardo, enrollándolos y tirándolos á una vieja chimenea que se encendia quince ó veinte días en cada invierno en el gabinete de don Cándido, para sacar la humedad de las paredes, según él decía, porque el fuego continuo le hacía mal; encendida esc día por consideraciones á su huésped por fuerza.
—Bien, to concedo que tienes razón, Daniel, pero yo quiero volverme á Barracas ahora mismo.
—Comprendo que lo quieras.
—Y lo haré.
—No, no lo harás.
Y quién me lo impedirá?
—Yo.
—Oh! caballero, eso es abusur demasiado de la amistad.
—Si usted lo crce asi, aefior Belgrano, nada más sencillo entonces.
¿Cómo?
—Que usted puede irse á Barracas cuando quie ra, pero debo prevenirle que cuando usted llegue, se encontrará solo en la casa, porque mi prima no estará en ella.