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ó media vara de él, para que yo pueda dirigir mi visual y reconocerte.

Daniel tuvo intención de dar una patada a la puerta y hacer saltar el picaporte, pero no pasó de intención, y tuvo que hacer lo que su intransigente maestro le ordenaba.

—¡Ah! eres tú, en efecto—dijo don Cándido, y abrió la puerta.

— Si, señor, yo soy; yo que tengo demasiada paciencia con usted.

—Espera, detente, Daniel, no sigas más adelante—exclamó don Cándido tomando la mano á su discípulo.

¿Qué diablos significa esto, señor don Candido? ¿Por qué no puedo seguir más adelante?

—Porque quiero que entres aquí en este cuarto de Nicolasa respondió don Candido señalando la puerta de una habitación que daba al zaguán.

Anto todas las cosas, ¿ha sucedido algo?

—Nada, pero vén al cuarto de Nicolasa.

Es usted quien va á hablarme ahí?

Yo, yo misino.

—Malo.

—Cosas muy scrias.

—Peor.

—Vén, Daniel.

—Con una condición.

—Impón, ordena.

—Que la conversación no pasará de dos ó tres minutos.

—Vén, Daniel.

— Acopta usted?

—Acepto, vén.

—Vamos allá.

Y Daniel, llevado por la mano de su antiguo