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ñor ministro plenipotenciario de Su Majestad Británica machacaba el maíz para la mazamorra de Rosas, nuestro antiguo amigo don Cándido Rodrí.guez se paseaba en el largo zaguán de su casa, cerca de la Plaza Nueva, metido entre su sobretodo color pasa que lo había acompañado en sus sustos del año 1820; con un gorro blanco metido hasta las orejas, dos grandes hojas de naranjo pegadas con sebo on las sienes, unos viejos zapatos de paño que le servian de pantuflas, y las manos en los bolsillos del sobretodo.

To irregular de su paso, las ojeras que bordaban sus párpados, y las gesticulaciones repentinas en su fisonomía, daban á entender que había pasado mala noche y que se hallaba en momentos de un diálogo elocuente consigo mismo.

Dos golpes dades á la puerta lo pararon subitamente en sus paseos.

Se acercó á ella, miró por la bocallave antes de preguntar quién estaba, y no viendo sino el pecho de una persona, se atrevió & interrogar con voz notablemente trémula:

Quién es?

—Soy yo, mi querido maestro.

—¿Daniel?

—Si, Daniel; abra usted.

—¿Que abre?

—Sí, con todos los santos del Cielo, eso es lo que he dicho.

Eres tú, en efecto, Daniel?

que sí, hágame usted el favor de abrir y —Creo me verá.

—Oye: pon tu cara en línea recta, horizontal con el ojo de la llave, pero separado i una tercia