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—Misia María Josefa se empeñó en que saliéramos; y como ella sabe cuán icliz soy cuando vengo á esta casa, clla misma le dió orden al cochero de conducirnos aquí.

Daniel empezó ú rascarse una oreja, mirando el fuego, como si el fuego absorbiese toda su atención.

—Pero, vainos—prosiguió Agustina, no somos nosotras solas las que se acuerdan de usted; aquí está madame Dupasquier, que hace más de un año que no me visita; aquí está Florencia, que es una ingrate conmigo, y, por consiguiente, aquí está el señor Pello. Además, aquí tengo el gusto de ver también al señor Belgrano, á quien hace años no se le ve en ninguna parte—dijo Agustina, que copocía á toda la juventud de Buenos Aires.

Doña María Josefa miraba á Eduardo de pics ú cabeza.

—Es una casualidad; mis amigos me ven muy poco—respondió Amalia.

—Y si yo no la veo á usted, Agustina, á lo menos no negará usted que mi hija hace mis veces muy frecuentemente—dijo nadana Dupasquier.

—Desde el baile, no la he visto sino dos veces.

—Pero usted vive equi tau perfectamente, que casi es envidiable su soledad —dijo doña María Josefa, dirigiéndose & Amalia.

—Vivo pasablemente, señora.

—¡Oh, Barracas es un punto delicioso!—prosiguió la vieja, especialmente para la salud.

Y señalando á Eduardo, dijo á Amalia:

— El señor se estará restableciendo?

Amalia se puso encendida.

—Señora, yo estoy perfectamente bueno—le contestó Eduardo.