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—Ya usted ve, está empeñado en buscar similitudes con los grandes hombres por medio del café —dijo madama Dupasquier.

—Pero no adivina—observó Amalia.

—No me doy por vencido.

A ver, pues?

—Napolcón, de quien la enfermedad de familia se le agravó á causa de los toneles de café que había tomado en su vida.

—Nada, nada; no adivinas.

— Vaya! No adivinaré quién es el autor de ese libro, ¿pero á que adivino quién no es el autor?

— A ver?— dijo Florencia desde la ventana á cuya luz estaba viendo los grabados.

—Don Pedro de Angelis, porque este autor no puede parecerse á mí desde que no toma café; toma agua de pozo, la más indigesta de todas las de este mundo, razón por la cual no ha podido digerir todavía el primer volumen de sus documentos históricos, acerté ?

—Es Byron, loco, es Byron—le dijo Eduardo enseñando á Florencia el retrato de la hija del poeta.

Ah, Byron! Esc no tomaba café por la razón de que era la bebida favorita de Napolcón; porque has de saber, mi Amalia, que Byron no abofrecis á Napoleón, pero tenía celos de su gloria, por cuanto sabía, el taimado inglés, que con él y con Napoleón debían morir las dos grandes glorias de su siglo, y con toda su alma hubiese querido que no muriese más gloria que la suya. ¿Me parece que ho hablado con juicio?

—Por la primera vez esta tarde—contestó Florencia.

—Cosa que no le sucedía con frecuencia al tal poeta; pues, si en vez de querer tanto á su mu-