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aire de los más distinguidos; pero en cuyo semblanic había algo de enfermizo y melancólico, que en la época del terror se descubría muy generalmente en las señoras de distinción que, soterradas en sus casas, y temblando siempre por la suerte de los suyos de sus amigos, su salud se alteraba por la excitación moral en que vivian.

—Está bien, yo diré menos verdad que madama Dupasquier, pero no hay lógica humana que de chi deduzca que yo no deba tomar café los viernes.

—Amalia, yo me empeño en que se lo haga usted servir—dijo la madre de Florencia, —de lo contrario no nos va á hablar sine de café toda la Larde.

—Sí, Amalia, déle café, déle cuanto pida á ver si deja de hablar un poco, porque hoy está insufrible—dijo Florencia á quien Eduardo estaba mostrando los grabados que ilustran las obras completas de lord Byron.

Amalia, entretanto, había tirado del cordón de la campanilla y ordenado al criado de Eduardo que sirviese café.

—¿Qué obra es esa, Eduardo?—preguntó Daniel.

La do uno que en ciertas cosas tenía tanto juicio como tú.

—Ah, os Voltaire, porque este buen señor decía, que una taza de café valía más que un vaso de agua de Hipocrene.

No, no es Voltaire—dijo Amalia ;—adivina.

—¡Ah! entonces es Rousseau, porque el buen ginebrino tenía el exquisito gusto de pararse á respirar el olor del café tostado, donde quiera que lo percibía.