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ban aquella partida, aun cuando Daniel se había despedido de ellos por tres días; legándola á saber solamente cuando los estrechó en sus brazos, libre ya de los peligros que habia corrido, y de cuya penosa incertidumbre quiso libertar á sus amigos ocultándoles su arriesgadísimo viaje. El secreto había sido revelado á su Florer cia solamente, de quien los ruogos, como los de un ángel, hablan subido hasta Dios, y acompañado al bien arrado de su alina en los momentos en que arriesgaba la vida por su pabria.

Eran las cinco de una tarde fría y nebulesa; y al lado de la chimenea, sentado en un pequeño tabureto é los pies de Amalia, Eduardo le traducía uno de los más bellos paisajes del Manfredo de Byron; y Amalia, reclinado su brazo sobre el hombro de Eduardo y rozando con sus rizos de sada su alta y pálida frente, lo oía, enajenada más por la voz que llegaba hasta su corazón, que por los bellos raptes de la imaginación del poeta; y de cuando en cuando Eduardo levantabu su cabeza para buscar en los ojos de su Amalia un raudal mayor de poesía que el que brotaban los pensamientos del águila de los poetas del siglo xxx.

Ella y él representaban allí el cuadro vivo y acabado de la felicidad más completa: felicidad de ellos, que se escondía en los misterios do su corazón, que a nadie costaba una lágrira en el munda, y que no dejaba en sus almas el torcedor secreto de los reinordimientos, que tan frecuentemente trae consigo esa dichia vulgarizada ó comprada á costa de alguna mala acción entre los hombres.

El mundo se encerraba, para ellos, en ellos solos, y al contemplarlos, se hubiera podido decir