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—Digame, paisano—dijo de repente, á qué hora lo despidió doña Amalia ?

—De las siete á las ocho de la mañana.

Y ella se levantaba a esas horas siempre?

—No, señora, ella tiene la costumbre de levantarse muy tarde.

—Tarde, eh?

—Sí, señora.

Y usted vió alguna novedad on la casa?

—No, señora, ninguna.

Y sintió usted algo en la noche?

—No, señora, nada.

¿Qué criados quedaron con ella, cuando usted y el cocinero salieron?

—Quedó don Pedro.

Quién es ese?

—Es un soldado viejo que sirvió en las guerras pasadas, y que ha visto nacer á la señora.

—¿Quién más?

Una criada que trajo la señora de Tucumán, una niña, y dos negros viejos que cuidan de la quinta.

—Muy bien en todo eso mo ha dicho usted la verdad; pero cuidado, mire usted que le voy á preguntar una cosa que importa mucho á la federación y á Juan Manuel, ¿ha ofdo?

—Yo siempre digo la verdad, señora—contestó el paisano, bajando los ojos que no pudieron resistir la mirada encapotada y dura con que acompañó doña María Josefa sus últimas palabras.

—Vamos & ver; en los cinco meses que usted estuvo on case de doña Amalia, ¿qué hombres entraban de visita todas las noches ?

—Ninguno, señora.

— Cómo ninguno?