¡Pobre del que quiera engañar á Juan Manuel ó á mí!—dijo doña María Josefa clavando sus ojitos de víbora en la fisonomía del pobre hombre que estaba en ascuas sin saber qué era lo que le iban á proguntar.
—Por supuesto contestó.
En qué tiempo entró usted á servir en esa casa?
—Por el mes de noviembre del año pasado.
Y salió usted de ella!
—En mayo de esto año, señora.
—En mayo, ¿eb?
—Sí, señora.
En qué día, lo recuerda?
—Sí, señora; salí el 5 de mayo.
El 5 de mayo, eh?—lijo la vieja moviendo la cabeza, y marcando palabra por palabra.
—Si, señora.
—El 5 de mayo... ¿Conque ese día? ¿y por qué salió usted de esa casa?
—Me dijo la señora que pensaba, economizar un poco sus gastos, y que por eso me despedía, lo mismo que al cocinero que era un mozo español.
Pero, antes de despedirnos nos dió una onza de oro á cada uno, diciéndonos que tal vez más adelante nos volvería á llamar, y que recurriésemos á ella siempre que tuviésemos alguna necesidad.
¡Qué señora tan buena: quería hacer economias y regalaba onzas de oro —dijo doña María Josefa con el acento más socairón posible.
—Sí, señora; doña Amalia es la señora más buena que yo he conocido, mejorando lo presento.
Doña María Josefa no oyó estas palabras; su espíritu estaba en tirada conversación con el Diablo.