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algún couvenlo, estaban cuidadosamente colocados en el círculo que permitía el estrecho aposento, convertido improvisamente en sala de recepción para esa noche, estando colocada en uno de sus tosteros una mesa de pino con dos velas de sebo, y delante de ella una silla que parecía la presidencia de aquel lugar.

Wa De pie unos, otros sentados, y otros cómodamente acostados en los cabres y en la cama, una crecida reunión de hombres coupaba la sala de doña Marcelina, sin más luz que la escasa claridad de las estrellas que entraba al través de los pequeños y empañados vidrios de las ventanas.

Las palabras cran dichas al oído, y de cuando ex quando alguno de los que allí estaban se aproximaba'á las ventanas, y con la misma atención pascaba sus miradas por la lóbrega y desierta calle de Cochabamba.

El reloj del cabildo hizo llegar hasta esta reunión misteriosa, la vibración metálica de su campana.

—Son las nueve y media de la noche, señores, y nadie puede equivocarse en una hora de tiempo cuando le espera una cita importante. Los que no han venido no veudrán ya. Vamos á reunirnos.

Al concluir la última de esas palabras, dichas por una voz muy conocida nuestra, los postigos de las ventanas se cerraron, y la luz de la pieza inmediata penetró en la sala por la puerta de la habitación contigua.

Un minuto después, el señor don Daniel Bello ocupaba la silla colocada delante de la mesa de pino, teniendo á su derecha al señor don Eduardo Belgrano; ocupados los demás asientos por veintiún hombres, de los cuales, el de más edad conta-