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En esa época, la época de oro de Montevideo, parecía que el metal precioso pesaba demasiado en el bolsillo de los habitantes de la capital oriental, que buscaban un lugar cualquiera donde ir á derramarlo con profusión, quedando tan tranquilos en las pérdidas como en la fortuna, pues todos sabían que la bolsa que hoy se agotaba, se llenaba mañana sin gran trabajo, en esos días del mevimiento y de la riqueza de Montevideo.

A las siete de la noche del día siguiente á aquel que ha pasado ya por nuestra pluma, el café de don Antonio estaba cuajado de concurrentes, siendo la mayor parte de ellos jóvenes argentinos y orientales que iban allí á tomar su café, á hablar de politica y á pasar en seguida á sus visitas diarias, al teatro, al baile, contentos los primeros con la esperanza de estar al siguiente mes en Buenos Aires; y más contentos los segundos con estar en su patria muy convencidos de que de ella no les arrojaría jamás el vendabal de las revolnciones, que estaba azotando con sus alas freréticas las nubes que se amontonaban sobre la frenta del Plata, prontas á precipitar, más o menos tarde, su abundante lluvia de lágrimas y de sangre.

M Pero todo esto no se vela entonces. La ciudad oriental estaba en sus quince años; bella, radianto, envanceida, su vida era un delirio. perpetuo, jugando entre el jardín de sus esperanzas, cubierta con las lujosas gales de su presente. Pisando sobre el oro, deslumbrada con el mar de grana en que se mostraba su aurora sobre el magnífico horizonte que la circundaba, sus oídos parecían uo buscar otra cosa que el canto de los poetas y los balagos sinceros de sus envanecidos hijos; por-