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inero de doce; cuatro por uno; entonces la cosa podría ser dudesa—le contestó Eduardo con una confianza tal, que casi llegó á inspirársela á su amada; pero esto fué momentáneo: una mujer onamorada no duda nunca del valor de su amado, pero no quiere jamás que lo ponga á prueba, y Amalia le dijo prontamente:

—Sin embargo, ustedes evitarán todo encuentro, no es cierto?

—Sí, á menos que no se le ocurra á Eduardo recordar un poco su viejo frenesí por la esgrima.

Por no soportar yo el peso de la espada que él trae todas las noches, me dejaría dar con otra igual.

—Yo no uso armas misteriosas, caballero—lo contestó Eduardo sonriendo.

—Así será, pero son más eficaces, sobre todo, más cómodas.

Ah, ya sé! ¿Qué arma es esa, Daniel, que usas tú y con la que has hecho á veces tanto daño?

—Y tanto bien, podrías agregar, primo, mia.

—Cierto, cierto, perdona; pero, respóndome; mire, que he tenido esta curiosidad muchas veBee.

—Espera, déjame acabar este dulce.

—No te dejo ir esta nocho sin que me digas lo que quiero.

—Casi estoy por ocultártelo entonces.

— Cargoso!

—Vaya, pues, ahí está ol arma misteriosa, como la ha llamado Eduardo.

Y Dariel sacó del bolsillo de su levita y puso sobre la mesa una varilla de mimbre de un pic de largo y delgada, en el centro, y en cuyos cx-