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—Con usted se habla, sefior don Daniel—dijo Eduardo.

1 ¡Ah! ¡muchas gracias! Son ustedes las criaturas más amables del mundo. Y cómo se habrán cansado de esperarzze! ¡Qué fastidiados habrán pasado el tiempo!

—Así, así—le respondió Eduardo, moviendo la cabeza.

—Ya! Ustedes no pueden estar solos un momento sin fastidiarse... Pedro!

Qué quieres, loco?—dijo Amalia.

—La comida, Pedro añadió Daniel, quitándose su poncho, sus guantes de castor, sentándose á la mesa y echando un poco de vino de Burdeos en un vaso.

—Pero, señor, eso es una impolítica! Se ha sentado usted á la mesa antes que esta señora.

¡Ah! Yo soy federal, señor Belgrano, y pues que nuestra santa causa se sentó sin cumplimiento en el banquete de nuestra revolución, bien puedo yo sentarme sin ceremonia en una mesa que es otra periecta revolución: platos de un color, fuentes de otro, vasos, sin copas de champaña: la lámpara casi á obscuras, y una punta del mantel cayendo al suelo, como el pañuelo de mi íntima amiga la señora doña Mercedes Rosas de Rivera.

Amalia y Eduardo, que sablan ya la aventura de Daniel, dieron libre curso á su risa y vinieron á sentarse á la mesa, donde Pedro acababa de poner la comide, á las diez de la noche, en aqueIla casa en que todo era romancesco y extreño.

—Y bien; anteanoche te comp etiste con esa señora á hacerle ayer una visita y oir sus memorias. Según nos lo dijiste anoche, ayer faltas-