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cabeza, por una ventano interior, para ver que volvía sin novedad la hija de su coronel.

— No ha venido Daniel?

—No, señora: nadie ha venido después del señor dou Eduardo.

Pocos momentos hacia que la linda viuda y su gallardo amante conversaban, siempre de sus amores y de sus promesas para lo futuro, cuand Pedro, que vigilaba el camino desde una ventano de su cuarto á obscuras, se asomó á la puerta de la sala, y dijo:

—Ahí vienen.

—Vienen ¿Quiénes?—preguntó Amalia sobresaltada.

—El señor don Daniel y Fermin.

¡Ah! bien; cuidado con los caballos.

—Daniel es nuestro úngel custodio, Eduardo.

Oh, Daniel, Daniel no tiene semejante entre los hombres—dijo el joven con cierto aire de vanidad, al tributar aquel homenaje de justicia al amigo de la infancia.

Vivo, alegre, desenvuelto como siempre, Daniel entró en la sala de su prima, cubierto con un pequeño poncho que le llegaba al muslo solamente, atada al cuello una cinta negra sobre la que caia el cuello de su camisa, descubriendo su varonil garganta.

—Los amantes no comen, y esta bobería es una felicidad para mi—dijo, haciendo desde la puerta una cortesía á su prima, otra & su amigo, y otra á la mesa en que, como sabe el lector, estaban prontos tres cubiertos.

—Te esperábamos—dijo la joven sonriendo.

A mi?