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tro de la luna? pues hay mayor majestad, mayor encanto sobre tu frente alabastrina. ¿Ves esa luz que se diría se difunde bajo la bóveda del cielo?

pues más bella es la luz de tus miradas, más tierna y melancólica que el rayo azul de estos diamantes de la noche. ¡Oh! ¡por qué no puedo remontarme contigo al més espléndido de esos astros, y allí, coronada de luz, llamarte la reina, la emperatriz del Universo! ¡Ah, cuánto te amo, Amalia, cuánto te amo! Con mis manos yo querría cubrir la delicada flor de tu existencia, para que los rayos del sol no ajaran su belleza, y con el aliento abrazado de mi pecho yo quisiera ausentar el invierno de tu lado...

— Eduardo, Eduardo!

— —¡Cuán bella estás, Amalia 1—Y Eduardo echaba á la espalda los rizos de su amada, para que todo su rostro fuese bañado por los rayos platcados de la luna.

—¡No, no!...

—¡ Amalia !

—Eres foliz, Eduardo, no es verdad?

Luz de mi vida, yo no envidio á tu lado la existencia inefable de los ángeles... Mira: & ves aquel astro, el más brillante que tiene el firmamento? ¿Lo ves? ese es el nuestro, Amalia; esa es la estrella de nuestra felicidad, ella, irradia y brilla y resplandece como nuestro amor en nuestras almas, como muestra felicidad á nuestros propios ojos, como tu belleza irradia y brilla y resplandece en mi alma.

—No: es aquella!—dijo la joven extendiendo su mano y señalando una pequeña y pálida estrella, que parecia pronte á sumergirse en el confin del río. Después, su espléndida cabeza se inclinó