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pasos de Amalia, cruzó sus brazos sobre el pecho y se puso á admirarla en silencio. Pero un suspiro hizo traición de repente á su secreto, y volviendo súbitamente la cabeza, la joven dejó escapar una exclamación de sus labios, á tiempo que su cintura quedó presa entre las manos de aquel hombre, arrodillado ante ella.

Ese hombre era Eduardo.

—¡Amalia 1 —¡Eduardo!

Fueron las primeras palabras que pronunciaron.

Angel de mi alma, cuán bella estás asi!dijo el joven continuando de rodillas á los pies de su amada, mientras sus manos oprimían su cintura, y sus ojos se extasiaban en la contemplación de su belleza, —Pensaba en ti—dijo Amalia poniendo su ma.no sobre la cabeza de Eduardo.

—¿Cierto?

—Sí, pensaba en ti; te veía, pero no aquí, 110 en la tierra; te veía á mi lado en un espacio diáfano, azulado, bañado suavemente por una luz de rosa, respirando un ambiente perfumado y ebriagado de una armonía celeste que vibraba en el aire; te veta en uno de esos instantes de éxtasis en que una fuerza sobrenaturel parece desprenderse de la tierra.

Oh, sí, tú no eres de la tierra, alma de mi alma —dijo Eduardo sentándose on el declive del pequeño médano y colocando á Amalia al lado suyo, su pie casi tocando las espumosas y rizadas ondas.

—Tú no eres de la tierra—continuó.— No ves qué mejestad, cuánta belleza sobre el pálido rog-