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Su talle, ceñido por un jubón de terciopelo negro, parecía sufrir con la resistencia á las ligeras corrientes de la brisa, y no doblarse como el delicado mimbre de la rosa; y los pliegues de su vestido obscuro, englobándose y desmayándose de repente, parecían querer levantar en su nube aquella diosa solitaria de aquel desierto y amoroso río.

— Esa mujer era Amalis. Amalia, en quien su or ganización impresionable y su imaginación poética estaban subyugadas por el atrayente imperio de la Naturaleza, en ese momento, y bajo esa perspectiva de amor, de melancolía y dulcedumbre, salpicado el cielo por el millar de estrellas que, como un arco de diamantes, parecían sostener engarzada la transparente perla de la noche, cuando todos los síntomas hiemales habían huido bajo una brisa del trópico. Y el alma sensible y delicada de la joven, sufriendo uno de esos delirios deleitables, que oía y veía con su espíritu lejos del mundo material de la vida, sumergida en ese otro sin forma ni color, donde campean los espíritus poetizados en los vuelos de su enajenación celeste.

Ella no veía ni oía con los sentidos, y el leve rumor que de repente hicieron las pisadas de un hombre cerca de ella, no le hizo volver su bellisima cabeza del globo argentino que contemplaba en éxtasis.

Un hombre había descendido de la barranca.

Sus pasos, precipitados al principio, se moderaron luego, á medida que fué aproximándose á la solitaria visitadora de aquel poético lugar.

Una especie de contemplación religiosa pareció embargar el ánimo de ese hombre, cuando, á dos