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calma en la Naturaleza, allí, á orillas de ese ríc, testigo tantas veces, y en este instante, de la tormenta desencadenada en las pasiones de todo ull pueblo.

Las olas se escurrían muellemente sobre su blando y arenoso lecho, y por un momento parecía que el invierno había plegado sus novosas y agostadoras alas; y en la brisa del Norte se respiraba un aliento primaveral.

Al pie de la barranca, que declinaba suavemente hasta la orilla del río, erguida sobre un poqueño médano, á pocos pasos del límite de las olas, una mujer contemplaba, extática, la aparición de la redonda luna saliendo muellemente de las ondas. La serpiente de luz venía á quebrar sus últimos anillos junto á aquella misteriosa criatura, y las aguas llegaban con respeto á derramar su blanca espuma en la arena en que se acolchonaba su delicado pie, con ese murmullo del mar tranquilo que parece el canto misterioso con ane amulla al genio del espacio cuando duerme quieto sobre su lecho de olas.

Los ojos de esa mujer tenían un brillo astral, y su mirada era lánguida y amorosísima como el rayo de la cándida frente de la luna.

Sus rizos, agitados suavemente por el pasajero soplo de la brisa, acariciaban su mejilla, pálida como la flor del aire cuando el sol la toca; y los encajes de su cuello, descubriéndolo furtivamento, dejaban ver el alabastro de una garganta que, lejos de esas horas primeras de la noche, habría parecido una de esas columnas del crepúsculo matutino, que se levantar blancas y transparentes como el mármol de Carrara, entre los estambres dorados del Oriente.