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— — 76 en las negras peñas las azotadlas olas del gran rio, confundiendo su salvaje rumor con el que hacían los viejos olivares mecidos por el viento, y apenas tres cuadras de aquella solitaria y misteriosa casa; en ésta, decíamos, se veía ahora el sello de la habitación humana, y lo que es más, de la habitación humana y culta.

Las pocas y pequeñas habitaciones estaban sencilla, pero elegantemente amuebladas, y al áspero grito de la lechuza había sucedido allí el melodioso canto de preciosos jilgueros en doradas jaulas.

En el centro de la pequeña sala, un blanquísimo mantel de hilo cubría una mesa redonda de caoba, sobre la que estaban dispuestos tres cubiertos, y cuya porcelana y cristales reflectaban la luz de una pequeña, pero clarísima lámpara solar.

Eran las ocho y media de la noche, y la luna, llena y pálida, se levantaba de allá del fondo de las aguas, y por la mano de Dios, presentada al mundo.

Una franja de luz, desde el pie de la tierna viajera de la noche, atravesaba el rio, y parecía, subre su superficie movediza, una inmensa serpiente con escamas de nácares y de plata.

La noche era apacible. Las estrellas poblaban el azul del firmamento y una brisa sutil y perfumada en los jardines de nuestro Paraná, pasaba por la atmósfera, como el suspiro enamorado de las silfides que vagaban en aquel momento entre los tiernos rayos de la luna, bebiendo el éter y jugando con la luz diamantina pero tenue de nues tros astros meridionales.

Todo era soledad y poesía; todo diafanidad y