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Gaete, roncaba estrepitosamente, cuando Daniel exclamó con voz sonora y hueca:

—Señor cura de la Piedad!

Bun Gacte dejó de roncar.

—Señor cura de la Piedad!

Gaete abrió con dificultad sus abotagados ojos, dió vuelta lentamente su pesada cabeza, y al ver á Daniel, sus párpados se dilataron; una expresión de terror cubrió su rostro, y á tiempo de querer levantar la cabeza, exclamó don Cándido del otro lado:

— Señor cura de la Piedad!

Es imposible poder describir la sorpresa de este hombre al dar vuelta hacia el lugar de donde salía esa nueva voz, y encontrarse con la cara de don Cándido Rodriguez. Por un minuto estuvo volviendo su cabeza de derecha á izquierda; y, como si quisiera convencerse de que no soñaba, hizo el movimiento de incorporarse, sin precipitación, como dudando, pero la banda que estaba atravesada sobre su pecho y sus brazos, le impidió levantar otra cosa que la cabeza, que inmediatamente cayó otra vez sobre la almohada. Pero esto no era todo al tiempo de descender la cabeza, Daniel puso la boca de su pistola sobre la sien izquierda, y don Cándido, á una seña del joven, puso la suya sobre la sien derecha; y todo esto sin hablar una palabra, sin hacer un gesto, y sin moverse cada uno de su posición.

El cura cerró los ojos, y una palidez mortal cubrió su frente.

Daniel y don Cándido retiraron las pistolas.

—Señor cura Gaeto—dijo el joven,—usted ha entregado su alma al demonio, y nosotros, á nom-