está en el aposento, y yo estaba en la sala reclinada en mi lecho.
— —Bien. Usted es una mujer de talento, doña Marcelina; y con una sola mirada de su brillante imaginación abarcará todo el cuadro que va á desenvolverse á sus ojos, ó más bien á sus oídos, porque usted lo oirá todo desde la sala.
Pero habrá sangre?
—No: usted me dará su opinión después, como literata. Quiero en el zaguán hablar con Gertruditas, cuando me disponga á salir.
—Bien.
—Traigo algo para ella y para usted.
—¿Pero adónde va usted á entrar?
—A ver á Gaete:
A Gaete?
—Silencio.
Y Daniel tomó de la mano á don Cándido y entró en la sala, mientras doña Marcelina se fué á hablar á su Gertruditas.
La sala estaba casi en tinieblas, pero á la débil claridad de la luz crepuscular que entraba por la rendija de un postigo, el joven se acercó á éste, lo abrió y pudo entonces elegir el objeto que deseaba; éste no era otro que la inmensa colcha de zaraza del enorme «lechos de doña Marcelina, en que acababa de estar «reclinadas.
Daniel tomó la colcha, dió una punta á don Cándído y le hizo señas para que la torciese á la derecha mientras él lo hacía á la izquierda.
Don Cándido creyó con toda buena fe que se trataba de ahorcar al reverendo cura, y a pesar de todo el peligro corría viviendo su enemigo, la idea de un asesinato le cuajó la sangre. Danic), que lo adivinaba todo y estaba en todo, se son-